Plenitud absoluta
Es martes, 18 de junio, faltan tres días para el Solsticio de Verano. No son aún las 10 de la mañana. Dejo el coche en el aparcamiento sur de Baelo Cludia. Cargado con sombrilla y mochila camino hasta la imponente Duna de Bolonia. No me cruzo con nadie en el camino. Dejo la carga, me quito la ropa y emprendo desnudo la subida a lo alto del monte de arena blanca. Hay Poniente fuerte y hace fresco, enseguida las nubes corretean por encima sin apenas dejar huecos que filtren el sol.
Estoy… estoy absolutamente solo en el mismísimo paraíso. Cuatro kilómetros de la playa más hermosa del Planeta para mí solo. Me cuesta creerlo. Miro y vuelvo a mirar. ¡Solo! El inmenso océano, la interminable línea de playa, las piedras dormidas de la bimilenaria ciudad romana, la sierra verde y gris de San Bartolomé, los pinos a mi espalda que verdean hasta la punta de Camarinal…
Oigo en mi interior la voz de mi madre: “Hijo, ¿y si te ocurre algo ahora?” Le contesto sin dudarlo: “Madre, si me ocurre algo ahora no habrá mejor lugar ni mejor momento para morir. Después de esta experiencia de plenitud absoluta, ¿qué más se le puede pedir a la vida?”